Reflexionando sobre la frontera difusa entre jugar por placer y por necesidad

Entendiendo la línea invisible entre entretenimiento y dependencia

Todo empieza de forma inocente. Una noche divertida frente a las tragamonedas, o un par de fichas lanzadas en la ruleta “porque sí”. Pero a veces, sin darnos cuenta, lo que era un plan divertido se convierte en algo más compulsivo. Y ese cambio… es casi silencioso hasta que ya es difícil de revertir.

El juego como escape (¿o como trampa?)

Jugar puede ser un respiro del estrés, una forma de cambiar el foco, como ver una serie o salir a correr. El problema es cuando ese escape se vuelve rutina. Cuando solo te sentís bien si estás jugando. Ahí la línea entre placer y obsesión empieza a desdibujarse.

Y es que el juego no te da señales claras cuando deja de ser sano. No hay una alarma que suene cuando pasás de pasarlo bien a necesitarlo. Uno simplemente empieza a apostar más, más seguido, más dinero. A veces sin motivo, solo por el subidón.

¿Dónde está el momento de alerta?

Buena pregunta. No hay una fórmula mágica, pero hay señales. Si te cuesta poner un freno, si ocultás tu actividad, si usás el juego para tapar emociones… tal vez es momento de revisarlo. El placer del juego debería ser eso: disfrute. No ansiedad, ni culpa, ni una forma de llenar vacíos.

Eso sí: no todo es negativo. El juego puede ser emocionante, conectado con otros, adrenalínico… si se vive con moderación. Plata que se va, sí, pero con límites claros. Como quien paga una entrada al cine, sabiendo que el valor no es material.

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Porque el juego puede ser disfrutable. Perderse en el juego, no tanto. ¿Dónde estás vos parado?